Mi tio Pepe

Mi tio Pepe


1er. Premio del Concurso de relatos de caza organizado por La Sociedad de Cazadores y Pescadores San Saturio de Soria (2008)

Dedicatoria:  Como no podía ser de otra manera, se lo dedico a mi querido “tío Pepe” y a su fiel amigo “Sol”.

 

 

Aquel verano con 13 años recién cumplidos, volvía a sentir ese cosquilleo mezcla de nervios, ansiedad y felicidad, que te invade en momentos muy especiales. Mis padres me dejaban en el pueblo con mis abuelos.

La sensación de libertad que experimentaba en aquel paraíso, a escasos 45 km. de mi casa en la ciudad, y a media hora de mis amigos, del colegio, del barrio y de mis padres, era especial.

Mi madre me había preparado la ropa concienzudamente. Básicamente prendas de batalla, total eran  “pa`l  pueblo”. Eso si,  ponía una muda y un trajecito más curioso para la misa en la ermita, el día de la fiesta.

Llegados al pueblo, entre saludos de unos y otros, yo ya había bajado del coche y echaba a correr cuesta arriba, hacia el corral del Moisés para ver el nido de gorriones que tenía controlado del  año pasado. Mi curiosidad me llevo a no mirar donde pisaba y pasó lo que tenía que pasar. Acabé escocotao al intentar trepar por la pared con los zapatos de los domingos. Vaya mierda de zapatos, pensé,  además de feos, se resbalan solos, donde estén las “Tao”.

Una vez que se fueron mis padres y mientras los abuelos ordenaban mi ropa en el armario, aparecí con mi primer raspón en la rodilla y el pantalón listo para zurcir.

Entré a casa,  un poco asustado por la posible reprimenda, pero el ver a mi abuela Julia con su tierno semblante y su sonrisa me tranquilizó. Un poco de mercromina y el bocata de chorizo de la olla fue el mejor antídoto para superar el percance.

El verano pasado me junté con los mayores. Es que con los de mi edad me aburría y aunque no les gustaba mucho a los abuelos, era más emocionante y hacía sentirme más mayor.

Con ellos, el estar encerrados en cualquier casa o cochera mucho tiempo, era prácticamente imposible ya que parecía que un muelle en el culo les impulsaba siempre a la calle,  en búsqueda de aventuras y alguna desventura.

Pero lo que a mí más me entusiasmaba era cuando se salía de caza. En aquellos tiempos había muchas y muy variadas modalidades.

La del cepo, era seguramente la más sencilla y la que necesitaba de menos habilidades. Primero había que tener buenos cepos, a poder ser de los de cobre y sin oxidar, cosa nada fácil, y que el muelle tuviera la suficiente fuerza. Después había que seleccionar el sitio para ponerlos. Generalmente íbamos  a los montones de ciemo de las naves de cochinos que eran el restaurante predilecto para cualquier bicho con alas.

En general, de cebo se ponía pan para los gorriones y aliquias (hormigas grandes con alas),  para los demás pájaros. Después, un ligero enterramiento del cepo y mucha paciencia hacían el resto.

La caza con liga necesitaba de más destreza, ya que solamente el simple hecho de poner el pegote en el delicado junco uniformemente y sin pringarte mucho, suponía ya un triunfo. Aquí estaba la modalidad del “aguadero”, que básicamente consistía en poner las “varetas“ sobre piedrecillas en una zona en la que los pájaros pasan para refrescarse o beber y en donde un buen escondite era fundamental. Otra posibilidad, la que más me gustaba,  era con reclamo y en cardera,  pero esa práctica  se daba más en invierno.

Salir con la carabina también era muy común y gozaba de muchos practicantes. Los  árboles del pueblo servían de punto de encuentro para diversos pájaros, lo que aprovechábamos para practicar la puntería.

Todas estas experiencias me entusiasmaban y más cuando el producto de éstas capturas lo vendíamos al mejor postor, que solía ser al Patiano, a 3 pesetas la media docena sin pelar y a duro pelaos. Dependiendo del pájaro,  también se vendían para canto. El día de la venta, la tienda de la tía Emiliana no daba abasto de vender “chuches” y las meriendas se quedaban todas a medias.

En aquellos  tiempos no existía ningún control de ningún tipo para practicar estas artes, ya que igual que se iba a por pajarillos, se cogían caracoles, ranas o cualquier otro animal digno de cocinarse. Nadie te increpaba por realizar estos menesteres, ya que se consideraban naturales entre los chavales, entretenidos, y fructíferos tanto para el que los vendía como para quien los compraba. ICONA y los naturalistas, allí por lo menos, eran desconocidos y el peligro de extinción no existía, en todo caso del trigo que se comían.

Lo mejor llegaba cuando mi “tío Pepe”, cazador desde su juventud, conocedor de mis aficiones cinegéticas y bromista infatigable, me narraba mil y una historias que supuestamente le habían pasado.

La verdad que tenía una habilidad especial para mentir que unido a mi pasión por la caza y mi devoción hacia su persona, hacía que me metiese “bolas” gordísimas que al contárselas al abuelo o a mis padres hacían que se carcajearan a mi costa, sonrojándome y maldiciendo al “tío Pepe” mientras aguantaba el chaparrón. Aunque, la verdad es que al rato, ya se me había pasado y estaba a la puerta de su casa, esperando me contara otra batallita fuera o no verdad.

El único de la familia que compartía  afición conmigo era mi tío, ya que a mis padres y abuelos les producía una indiferencia que yo no entendía.

Una tarde de agosto, esperando para jugar en el concurrido frontón un partido que aliviase el aburrimiento, llegó mi turno, después de que todos los mayores se colasen. Estando en pleno partido, apareció mi “tío Pepe”, que en un descanso del partido se acercó y me ofreció que le acompañara con su perro Sol a echar unas codornices cuando acabara el partido.

Dicho esto, el partido se acabó, ya que de los seis tantos siguientes ya no me entró ni uno. Mi cabeza ya no estaba en el frontón porque en cuanto se acabó el partido tiré la raqueta al Toño para que me la guardara y corrí hacia el corral donde Sol y mi tío me estaban aguardando.

La verdad que Sol era para mi casi una leyenda. Las innumerables historias y lances que había protagonizado, tanto en el monte como en el raso y confirmadas por otros cazadores del pueblo, hacían que le viera como un prodigio de la naturaleza. Sus ocho años, mostraban una serenidad y un temple que hacían que solo le faltase hablar. Lo cierto es que hablar de su raza se me antoja difícil y dejarlo en mestizo, seria denigrarlo por lo que la definiría como “el perro de mi tío”.

Cogimos el John Deere y nos subimos los tres a la cabina, Sol directamente a su rincón de atrás, mi tío al volante y yo pegao a la puerta, encorvao y apoyado sobre una pierna en equilibrio ya que la otra no sabía donde ponerla. A pesar de la incomodidad de la posición, aguanté estoicamente y sin quejarme a pesar de los tremendos botes que daba el tractor.

Paramos en el paraje denominado “La Fuentecilla”, conocido por el agua que manaba de un caño escondido entre las zarzas. La humedad de la zona propiciaba que numerosas codornices eligiesen esa zona par criar a sus pollos. A abrir la puerta, Sol de un brinco calculado al milímetro tocó el rastrojo y se preparó para la faena. Nos enfundamos las gorras de “Copiso” y empezamos a andar. Era curioso que perro y amo no se cruzaran ni una sola mirada y mucho menos sonido o palabra alguna. Era como si cada uno estuviese en la mente del otro y le leyese el pensamiento.

 

Mis sentidos estaban todos alerta con la intención de no dejar escapar ni uno solo de los detalles de esta experiencia. Cogiéndome por el hombro, mi tío comenzó su lección magistral. Pletórico por su sabiduría y mi interés desbordado, fue narrándome paso por paso los movimientos del perro antes de que sucedieran.

“Mira, seguro que ahora Sol al final de este ribazo de trigo, en ese medio perdido saca alguna”. Dicho y hecho, las figuras del escultor Miguel Ángel, no se mantenían tan rígidas e inertes como Sol, era como si se hubiese quedado petrificado. Mi tío y yo nos íbamos acercando al escenario de esa actuación sin quitar ojo al perro, que mostraba una seguridad abrumadora. Su mirada y el movimiento acompasado y agitado de su respiración, hipnotizaban.

Yo escrutaba el terreno hacia donde Sol dirigía sus ojos, sin poder conseguir ver a la  codorniz amagada que nos indicaba el perro. En ese momento, mi tío emitió un sonido contundente e inidentificable que hizo que Sol saltara como un resorte hacia el lugar en que había clavado su mirada durante aquellos interminables segundos. Dos codornices surgieron de las hierbas, que no por esperadas, dejaron de impresionarme.

Sol, se agitó con nerviosismo impropio de un gran profesional, pero propio de un apasionado de lo que estaba haciendo, y corrió un poco detrás del ave para desfogar  esa tensión acumulada. Al momento volvía a la vera de su amo moviendo el rabo melosamente y en perfecta complicidad con él, buscó esas caricias y palabras que ahora sí, mi tío le dedico. “Muy bien perrito, muy biennn, eres el mejor… “.

Continuamos así un rato, radiándome en todo momento las acciones del perro y éste mostrándonos unas poses y un dominio que ya quisiera cualquier modelo lucir en la pasarela.

 

El camino de vuelta a casa, no existió, ya que mi cabeza estaba rebobinando los lances con que Sol nos había deleitado. Fuimos a dejarle en su corral y le pedí a mi tío que me dejara darle agua y comida. Vacié el agua vieja que quedaba en el cubo, para echarle agua fresca y limpia y cogí lata grande de bonito del norte que le servía comedero y se la llené de pienso para cochinillos destetados que decían que era buenismo para los perros. Mientras tanto, no dejaba de acariciarlo y de contarle lo bien que lo había hecho, a la vez que baboseaba mis Tao abundantemente.

 

Me dirigí hacia la plaza corriendo para ver si pillaba todavía a los amigos para contarles todo lo que me había pasado y vi a mi tío que se iba a meter a casa y me despedí:

         ¡Hasta mañana tío¡

         ¡Hasta mañana lebrel! Me contesto él. ¿Vendrás conmigo el día de la desveda? Me preguntó.

         ¡Vale¡ Fue lo único que acerté a decir, ya que entre que me pilló en plena carrera y que la noticia no me la esperaba, no pude emitir más palabra, a pesar de que hubiera dicho mil veces gracias, gracias, gracias…

Aquella noche  en pleno desbordamiento de emociones que era incapaz de controlar y la imaginación en su máximo apogeo, viví mi primera gran jornada de CAZA. Desperté seducido por ella, y desde entonces somos dos amantes fieles, que nada conseguirá separar.

Fdo.: Jesús Ruiz Cacho

Para los amigos, “Chufi”
Noviembre 2008



Publicado 10 enero, 2010 por admin in category "Memorias