Mi Pueblo. CASTILRUIZ
Mi Pueblo. CASTILRUIZ
Este bonito artículo escrito por José María Jiménez Ruiz, se publicó en Heraldo de Soria el 22 julio 2010.
Se recuesta mi pueblo sobre una suave loma, arracimadas sus casas, empinadas sus calles, abiertas y casi siempre silenciosas su plaza y su “placilla”. De espaldas al norte, preside la tierra más ancha de la Rinconada. Tierra fértil, mil veces arada, volteada, surcada antaño por los livianos arados que nos legaron los romanos y hendida ahora por poderosísimas rejas que la penetran hasta las mismas entrañas. Cuando llega la primavera, se pinta de un verde vivísimo cargado de promesas, rebosa vida espigada en el verano, tíñese de ocre y amarillo en las otoñadas y, al alcanzar el invierno, reposa dormida en un sueño preñado de esperanzas.
Ligeramente al sudeste, la mole imponente del Moncayo trepa suavemente hacia la altura para culminar en una parva gigantesca primorosamente recogida. Y más al oeste, la sierra del Madero, tendida cual gigantesco rumiante, abrigada por una manta boscosa, de año en año más tupida, más estallante de vida, más inundada de rumores misteriosos que sólo los duendes atinan a descifrar.
Mi pueblo estuvo mucho más poblado en otros tiempos cuando, a la caída de la tarde, las fraguas y la plaza se llenaban de mozos que vestían pantalón de pana y llevaban boina en la cabeza, cuando las muchachas salían del “corte”, bulliciosas y alegres, dejando a su paso el aroma de risas frescas, un murmullo de confidencias que se iban apagando, poco a poco, al ritmo en que se perdían por las diversas bocacalles; estaba mucho más vivo cuando los niños correteábamos con nuestros aros, jugábamos a los bolos o al escondite o convertíamos un cajón en una galera y cuatro herraduras viejas en un brioso tiro de romos, mulas o caballos percherones y nos dedicábamos al acarreo o al trasporte con el empaque y la seriedad que se supone a quienes se dedican a negocios de esa naturaleza.
Antaño, por las Calzadas y en la Granja y en la Laguna y en la Vega y en las tierras blancas y en las Cañadas y en el Hoyo la Virgen …, se veían yuntas que araban y se oían viejas canciones de labradores que calzaban albarcas y soñaban sementeras. Y cuando llegaba el verano se llenaban los caminos de carros y galeras bien repletos de fajos de trigo o de cebada maduros ya para la trilla. Restallaban las trallas, olía a mieses secas y los gritos con que se azuzaba a las acémilas despertaban caminos polvorientos y ribazos donde crecían “ulagas” y florecían tomillos.
Mi pueblo no deslumbra al visitante, ni ostenta vestigios de glorias pasadas, pero se presenta, sencillamente, limpio y aseado, blanco de cal y pleno de esa luz espectacularmente limpia que es patrimonio de Castilla. Preciso en su lenguaje, austero en sus expresiones, sincero en sus rezos, desinhibido y acogedor en sus fiestas, entrañable siempre, cariñoso en los reencuentros, fiable en la palabra dada… Y es señor de una Vega ancha y fértil y de un monte poblado de carrascas entre las que crece el matorral y no faltan matas de espliego de aliento perfumado…Y soporta con nobleza estoica cierzos que cortan como cuchillas, escarchas que hielan las piedras y soles caprichosos que doran mieses, tuestan rastrojos y dejan sedientas las tierras abiertas en canal a la espera de humedades y semillas que las fecunden.
Mi pueblo parece dormido durante el largo invierno. En las calles florecen los silencios y el tiempo parece encogerse como acordeón silenciado. Las casas cerradas se recrean en sus nostalgias y las esquinas desiertas, testigos otrora de promesas de amores y algún beso furtivo, comparten recuerdos y susurran confidencias. Y nieva sobre ruinas que fueron casas en las que se amó, en las que se soñó, se esperó, se sufrió y se rió…Y guardan silencio las chimeneas mientras por las callejas ya no hay niños, sólo sombras que juegan al escondite.
Pero llega el verano y con la canícula de julio y agosto renace la vida y todo parece distinto. Castigan los calores, huyen las nubes en desbandada y las mieses, vencida ya su resistencia, amarillean y doblan sus cabezas gritando, entregadas, que están listas para la siega. Mares cimbreantes de espigas que se dejan acariciar voluptuosamente por la brisa de las atardecidas.
La sierra rabiosamente verde de pinos que lloran resina, por el monte atardeceres y alguna camada de conejos que se apuntan a la fresca, croar de ranas en la balsa, balanceo de las copas de los árboles, en los taludes, hierbajos todavía aferrados a la vida, bandadas de pájaros en el cielo y, en lo más alto, un gavilán… Algarabía de niños por las calles y puertas vestidas de geranios. Pululan por el ambiente presagios de jolgorio y traje nuevo; llegan las fiestas y el gozoso tañido de las campanas que anidan en la alta torre de nuestra iglesia pregonan que es llegada ya la hora de la jarana.
La mañana de la Virgen está siempre inundada de recuerdos y nostalgias, de sueños y de esperanzas. Visten las gentes sus mejores galas y una caravana de coches relucientes conduce a los castilruizos ante el altar de su Patrona: abrazos y saludos, misa solemne, cánticos, oración silenciosa y, ¡¿cómo podría faltar?!, el himno “Virgen bendita… haz que tu pueblo sea feliz”…
Y van pasando las fiestas con la rapidez con que se escurren los momentos mas venturosos: charangas y verbenas, niños en todos los barrios que ríen y juegan como si quisieran coger el testigo de una vida que se niega a desaparecer, comidas opíparas en las familias reencontradas, ágape fraterno del pueblo entero en una “placilla” que rebosa vida y espanta, siquiera por unos días su silencio y su soledad, convivencia y “buen rollo” en las peñas que compiten en amabilidades y atenciones a quienes a ellas se acercan, en ningún caso recibidos como extraños.
Y, desde su santuario, nuestra Virgen de Ulagares repartiendo bendiciones y haciendo brotar alguna lágrima furtiva en las nobles y buenas gentes de mi pueblo castellano. Siempre igual y, sin embargo, siempre distinto… Así llega, año tras año, la hora de las despedidas.
Conforme se va adentrando el otoño, ya no se oirán risas nuevas por las calles y apenas si habrá paseantes que animen la carretera de Cigudosa, suban al altillo de Fuentestrún, se encaminen hacia San Felices o, atraídos por la llanura, prefieran dirigir sus pasos hacia Añavieja o hacia Matalebreras…Cada mañana serán menos las puertas que se abran y, en la intimidad de sus hogares, añorarán los abuelos a los hijos que, una vez más, han partido y a esos nietos que hay que ver lo rápido que se nos hacen mozos… En su ermita, a nuestra Virgen de Ulagares le podrán faltar flores, pero nunca el recuerdo y la devoción de las gentes de mi pueblo que regresarán con el próximo verano para repetir los mismos rituales, para no dejar que muera una cultura popular de la que nuestros abuelos se sintieron orgullosos, para reencontrar, en fin, unas raíces que los identifica como personas y los impulsa hacia delante. Porque saben muy bien las buenas gentes de mi pueblo que quienes olvidan su pasado es, tal vez, porque han renunciado también al futuro.
José María JIMÉNEZ RUIZ.
Catedrático de Filosofía